martes, 29 de diciembre de 2009

RESPETAR LA CULPA

Comencé la mañana de este día de otoño de 2009 terminando de analizar varios casos. De la lectura de los mismos pasé a dar un repaso a algunos libros de Hellinguer como El centro se distingue por su levedad, Religión, psicoterapia, cura de almas, Reconocer lo que es (entrevista de G. ten Hövel). Más básicos y sencillos que Órdenes del amor.

Al acabar ese superficial recorrido por renglones bien conocidos donde algunos temas importantes para mí en anteriores lecturas aparecían subrayados, se me quedaron prendidas como al azar del pensamiento tres palabras de todas cuantas había leído: «respetar la culpa».

Respetar la culpa es aceptar que no tenemos derecho a inmiscuirnos en la culpa de otro, de un modo en que acabemos compensándola de algún modo. Ni a expiar sus actos convirtiéndonos, a su vez, sin darnos cuenta en nuevas víctimas. Respetar la culpa es también aceptar y comprender que las cosas son como son y que estamos atados en nuestra vida y nuestros destinos a nuestras familias, además de a otras circunstancias como pueden ser la cultura, el país, etc. A nuestros padres, especialmente, debemos respetar la culpa. Acaso quisiéramos que hubiesen sido de otra manera, pero son como son.

Durante bastante tiempo tuve en la habitación donde atiendo una jaula para pájaros que traje de un viaje a Marruecos. Allí, a las jaulas las hacen hermosas, bellísimas, como para admirarlas. No sé si es también costumbre de otras regiones orientales. Aquí en España y en lo que conozco de otros países del entorno europeo las hacemos cuadradas, un poco redondeadas, simples, sin gracia. Jaulas, al fin y al cabo.

Como digo, durante cierto tiempo tenía a la vista esa hermosa jaula de madera, finas varillas de metal trabajado en arabescos y pintada de blanco. No faltaba quien me dijese: «¡Qué bonita jaula!» Porque por increíble que parezca hasta una jaula puede parecer hermosa, especialmente, a los que la ven de fuera, a sus constructores, e incluso a sus huéspedes... Recuerdo un tiempo en que colaboré con una institución penitenciaria de Madrid a través de la creación de un taller de literatura y teatro. Allí vi cómo algunos jóvenes que quedaban en libertad, al integrarse a la sociedad no teniendo dinero, ni trabajo ni familia que los acogiese, volvían a la jaula...

Lo cierto es que, siempre que me encontraba con clientes en esa situación en que no parecían dispuestos a asumir su dolor, meter a fondo el dedo en la llaga y actuar para solucionar su vida, me acercaba a la jaula y entonces les decía: «Tú estás aquí dentro. ¿Te ves? No hay cerrojos que cierren la puerta. Sólo tienes que abrirla y salir». Para algunos esa simple imagen («¿Te ves?»)era toda una revelación. Habían logrado verse allí dentro. Llevaban años encerrados sin intentar nada. ¿Por qué? Inercia, enfado, cuerpos agarrotados por la tensión muscular, palabras contenidas, enfermedades psicosomáticas...

Sí, dejemos por favor que la culpa sea de otro. Que la asuma. Es suya, que haga lo que pueda con ella. No queramos cargar también con eso, y por sobre todo no traslademos en nuestros propios cuerpos y en nuestra manera de ser, los actos o las palabras que dieron origen a ese dolor evitando pasarlo a la siguiente generación.

El otro día le decía a un cliente que si uno sabe que ha vivido en una cárcel y ha podido salir de ella, porque se ha hecho un adulto o porque ve posibilidades de nuevos horizontes para su vida, lo que no puede hacer es cargar con el peso de arrastrar tras de sí esa cárcel. ¡Qué locura ir tirando de ella! ¡Con lo bien que se camina cuando uno está libre de pesos que entorpecen nuestro camino! Probablemente, mejor dicho, seguramente, ni el carcelero está allí... Porque la tarea de mantener esa cárcel abierta, quizá le robó gran parte de su vida y la asumió por no haber comprendido a tiempo algo de esto que estoy diciendo. Por eso no podía encontrarle sentido y se marchó. A fin de cuentas... ¿Qué clase de cárcel era esa que tenía la puerta abierta? Entonces... ¿Cómo evitar tanto daño inútil?

La única solución posible es considerar que quien nos daña fue también un niño dañado. Y, realmente, lo ha sido. Si no podemos ver esto, no podemos ver nada. Es lo único que explica un comportamiento de este tipo. El carcelero era un tipo obediente. Cumplió con el mandato familiar, quizá fue leal a su propio padre. Siguió sus mandatos. Pegó porque le pegaron. Chilló porque le chillaron. Pero se ha dado cuenta de que no valía la pena.

Cuando los clientes se marchan, siempre tengo esa sensación extraña de que me gustaría seguirlos, ir con ellos a sus casas. No puedo negar que me encantaría tener una de esas bolas de cristal que se ven en las películas o hacer un agujerito en la pared de su casa para ver qué pasa. ¿Algo se ha movido en esa familia? ¿Ha sido posible una reconciliación? ¿Cuánto tardará en darse? El terapeuta sólo puede intuir y esperar resultados que acaso jamás le serán comentados. Porque el trabajo del terapeuta se basa, a la vez, en hacer y no hacer, en decir y no decir, en estimar cuál es el punto justo en esa situación y en ese momento, pero sobre todo se trata de que todo estuviese ya en movimiento sistémico para la familia del cliente que viene a verle, es decir, que la crisis sea tan importante como para producir un cambio de actitudes, como si el alma de la familia se moviese con un poderoso y secreto impulso buscando su propio equilibrio, y cada uno sea reconocido como lo que es: un ser humano con sus defectos pero también con sus virtudes. Un ser humano perfecto, todo lo perfecto que uno puede ser en este mismo instante.

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