Por Pilar AlberdiMe ha solicitado una persona que escriba algo sobre la queja, es decir sobre ese sentimiento que algunas personas manifiestan constantemente como una acusación a los demás, por su infelicidad. Como ven, no me han pedido que escriba sobre la queja justa, aquella a la que uno tiene derecho, sino la otra, la queja inútil, la de la costumbre, la que no cambia nada. O como dice el refrán oriental:
«Si tu mal tiene remedio ¿por qué te quejas? Si no lo tiene ¿por qué te quejas?»
Las personas en las que la queja forma parte de un hábito, de alguna manera están culpando a los demás de su infelicidad, aunque no lo sepan se hacen daño a sí mismas, y mucho a los demás. Éstos no podrán contentarla jamás.
La queja se resuelve en uno mismo. No se trata de que los demás den, sino de que el quejoso comprenda. Lo que sucede es que, en la mayoría de los quejosos, hay personas que aún siendo adultas, han tenido una carencia afectiva en su niñez, y aún están pidiendo aquel amor que creen se les debe, aunque ellas no lo interpreten así. Por eso, dentro de ese patrón de comportamiento aprendido, no es extraño, ver familias enteras marcadas por la costumbre de la queja.
No es nuevo que las personas agradecidas sean felices. ¿De qué debería quejarse quien siempre tiene algo para agradecer? No puede quejarse. Ni siquiera querrá hacerlo. Ni lo necesita. Acepta la vida como es, agradece cuanto tiene y sigue adelante.
Creo que el quejoso quiere una solución a su problema sin darse cuenta que cada solución que se obtiene acarrea otros problemas. No hay solución para todo, hay una solución puntual para un hecho, y surgirán, sin duda, con esa solución nuevos problemas. Lo que hay que tener es la capacidad de ver ésto, y actuar en consecuencia. Pero, sobre todo, hay que enseñárselo a los niños.
Esta persona me decía que se quejan pero no hacen nada para cambiar sus vidas. Y es que los cambios no pueden venir de fuera. Son interiores, hay que desearlos, trabajarlos. El hecho de querer cambiar es pesaroso, y cuando percibimos que hemos mejorado en un tema, seguro que es hora de empezar a trabajar en otro. Sin constancia y responsabilidad, no se consigue nada. Tumbados frente al televisor, tampoco. ¿En qué pongo mi esfuerzo?
No puedes esperar que el viento te lleve si no sabes a dónde quieres ir. ¿Lo sabes? Analiza tu día. ¿En qué pasas las horas? ¿Qué querrías cambiar? ¿En dónde quieres estar de aquí a unos años, en qué tipo de trabajo, junto a qué personas? Si lo piensas bien, tu vida, en gran medida, la decides tú.
El quejoso piensa que los demás han conseguido más que él y más fácil, y hay cierta pelusilla muy parecida a la envidia. Llegados a ese punto las parejas de los demás son perfectas, sus casas maravillosas, sus sueldos los mejores, y hasta los niños les nacen buenos. El quejoso compara, y siempre se ve por debajo de lo que compara. Pero no se pregunta cuánto tiempo ha dedicado otro a su pareja, a su casa, a su trabajo, a sus hijos. Y, lógicamente, la comparación es dañina. ¿Por qué te vas a comparar con otro? Ya lo dijo Ortega: «Yo soy yo y mis circunstancias».
Para cualquier persona encerrada en el círculo vicioso de la queja, un ejercicio de agradecimiento puede resultar salvador. Una pequeña catarsis.
Es simple. Sólo es necesario empezar diciendo: Agradezco.... y a continuación lo que te parezca.
Empiezo yo, dejando mi agradecimiento de hoy:
Agradezco la familia que tengo, porque son mi felicidad y yo parte de la suya.
Agradezco el día soleado que hizo ayer y que me permitió volver a recordar la primavera.
Agradezco poder recordar con afecto a los que ya no están con nosotros.
Agradezco mi dedicación al trabajo.
Agradezco el placer que sentí hoy en la comida.
Agradezco cuanto soy capaz de recibir y también cuanto soy capaz de dar.
Agradezco la lectura de ese libro que me permitió pasar un buen momento.
Agradezco mi bienestar físico que intento trabajar cada día.
Agradezco...
Si no ves todo lo que tienes, siempre creerás que te falta algo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario